El norte de la india lleno de sabores
Entre color, sabor y caos descubrí un país único e irrepetible

Aterrizar en India es como abrir una novela que huele a especias. Desde el primer paso en Jaipur supe que este viaje no iba a ser uno más: era una experiencia sensorial, emocional y, sobre todo, profundamente humana. Aquí no solo miras: participas. Te manchas las manos de curry, te llenas los oídos de bocinas y rezos, y aprendes que el tiempo tiene otro ritmo… más vivo, más intenso.
Jaipur: la ciudad rosa y el primer chai
Lo primero que hice fue probar un chai en un puestecito al borde de la carretera rumbo al Fuerte de Amber. Caliente, denso, con jengibre, cardamomo y leche. Lo servían en una pequeña taza de barro que, cuando terminas, se rompe contra el suelo. Un gesto simple, pero simbólico: cada momento es irrepetible.
El Fuerte de Amber, con sus muros dorados y vistas infinitas, me dejó sin palabras, pero lo que realmente me enamoró fue el bazar de Jaipur. Entre montañas de especias, telas imposibles y risas, terminé comiendo pan naan recién hecho mientras una mujer me enseñaba a decir “gracias” en hindi. A partir de ahí, cada interacción fue una historia.
Agra: el mármol, el amor y un curry inolvidable
El Taj Mahal al amanecer… no hay foto que le haga justicia. Pero lo que de verdad me chocó fueron las caras de los propios indios que viajan por todo el país para conocer esta maravilla y cuando la ven, quedan absolutamente impresionados. Cuando el sol empieza a subir y el mármol se tiñe de rosa, sientes que todo se detiene. Pero mi momento favorito no fue dentro, sino a unos metros: desayunando chapati y mango fresco en una azotea, con esa vista de fondo.
Más tarde, probé un thali que todavía recuerdo: lentejas, verduras, arroz, salsas imposibles de pronunciar y un picante que me hizo sudar como si estuviera meditando. El camarero me miró, se rió y me dijo: “Ahora sí, estás en India”. Tenía razón.
Benarés: el alma al amanecer
Si Jaipur es color, y Agra emoción, Benarés es alma.
Antes del amanecer, subí a una barca sobre el Ganges. A un lado, peregrinos encendiendo velas; al otro, templos que se reflejaban en el agua. El aire olía a incienso, y por primera vez en días, nadie hablaba. Fue el silencio más poderoso que he sentido.
Más tarde, perdido entre callejones imposibles, un anciano me invitó a probar jalebis, esos dulces naranjas que chispean en el aceite. Me enseñó a hacerlos (mal, lo admito), se rió de mi torpeza y me regaló un trozo extra “por el esfuerzo”. Me fui con las manos pegajosas y el corazón ligero. Porque no tienen nada, pero premian con lo poco que tienen a cambio de nada.
Delhi: entre el caos y la calma
El último día lo pasé entre los contrastes de Delhi: la vieja, con su ruido y sus mercados infinitos, y la nueva, con avenidas amplias y cafés tranquilos. Comí un butter chicken que podría haber firmado cualquier chef con estrella Michelin, pero lo que realmente disfruté fue el yogur frío que lo acompañaba, como una tregua entre sabores. Intentaré copiarlo en casa con las mil especias que he traido pero creo que será imposible...
Mientras el avión despegaba rumbo a Madrid, pensé que este viaje no se olvida porque no se termina. Te lo llevas contigo. En la ropa, en la piel, y sobre todo, en la forma en la que miras el mundo al volver.
¿Por qué este viaje?
Porque todo el mundo debería ir a la India una vez en la vida para entender que hay más realidades además de la nuestra, que la vida, se puede vivir de muchas formas y todas son igual de válidas. Porque este viaje es una lección de vida.
Te enseña a saborear sin prisa, a mirar con curiosidad y a dejar que las cosas te transformen sin pedir permiso.
Si estás buscando un viaje que te sacuda, este es el tuyo.



